“El último esfuerzo”
Cada mañana, antes de que el sol despierte, él ya está en pie.
El silencio de la casa lo acompaña mientras se pone la camisa, se amarra las botas y prepara la mochila. En la cocina, su mujer ya ha empacado la lonchera con esmero. No faltan los frijoles, el arroz, un poco de carne si se pudo,otras veces solo un huevo cocido. Se despiden con un beso suave, tratando de no hacer ruido: los niños aún duermen, soñando sin saber que sus sueños se construyen con los pasos cansados de su padre y las manos incansables de su madre.
Él sale cuando todavía es de noche. A veces con frío, a veces con lluvia, siempre con fe.
Trabaja con las manos, con la espalda, con los músculos que ya no son jóvenes. Carga peso, levanta herramientas, escucha el tic-tac del reloj esperando la hora de volver. El regreso es largo. Llega cuando el alba se ha puesto. Las luces de la casa lo guían. Y ahí están ellos: sus hijos, con sonrisas que lo curan todo, pidiéndole el último esfuerzo del día… que juegue.
Él se agacha, ese esfuerzo no cuesta, lo cansa pero lo recarga, su espalda cruje y sus rodillas ya no quieren doblarse, pero el corazón manda en esta parte del día y entonces juega. Se arrastra como monstruo y entrega un gran ataque de cosquillas, carga a los niños como caballito, su cuerpo mágicamente es joven por ellos. Hay días grises, claro, donde el ánimo no alcanza, donde juego no manda y esa juventud no retorna… pero son más los buenos. Porque el amor, aunque no descansa, alivia.
Su esposa también batalla. Cocina, cuida, trabaja en ventas, en artesanías, en manualidades que vende con el alma para sumar a la casa. Él la ve con respeto profundo. Ella no se rinde, y él tampoco puede darse ese lujo. No ha sido fácil, nunca lo fue, pero rendirse no está en su diccionario.
Muy lejos, en otra ciudad o incluso en otro país, hay padres que no pueden volver cada noche. Se fueron con el corazón roto, dejando en casa abrazos pendientes y cuentos sin leer. Trabajan desde la distancia, con jornadas duras, con nostalgia constante, para que sus hijos no conozcan el hambre ni la escasez. Llaman cuando pueden, mandan lo que tienen, y en cada giro va también un pedazo de su alma. Para ellos, una videollamada es un tesoro; una carta, un dibujo, una grabación diciendo “te amo, papá”, valen más que el oro y los diamantes. Mientras tanto, en casa, una madre sostiene la fortaleza. Es abrigo, es consuelo, es puente. Ella explica con ternura por qué papá no puede venir hoy, y guarda con cuidado cada palabra que él envía, porque sabe que su amor, aunque a la distancia, es el motor que los sostiene a todos.
Los padres saben que día sus hijos se irán. Serán universitarios. Harán maletas llenas de libros, de ilusiones, de futuro. Y él, viejo ya, con los ojos húmedos y las fuerzas escasas, se sentará junto a su esposa a decir: “lo logramos”.
Esperará el Día del Padre. Esperará ver a sus hijos, tal vez a sus nietos. Esperará un abrazo, una llamada, un “gracias, papá”. Y ese día, sentirá que valió la pena. Que el dolor de espalda, el sudor diario, el cansancio acumulado, fueron semillas que germinaron en familia.
Esta columna es para ellos. Para los padres presentes. Para los que crían hijos propios y ajenos. Para los que madrugan, trabajan, abrazan, enseñan, fallan, aprenden y nunca abandonan.
Y sí, también es un reclamo. Un grito hacia esos otros: los que no están, los que abandonaron, los que no llaman, los que nunca pasaron los gastos ni se preguntaron qué talla de zapatos usa su hijo o si su hija lloró anoche, es un reclamo a los que aunque están, no cuidan, no proveen, prefieren la bebida y el juego a dar de comer a su familia, a los que con golpes siembran terror y dolor. Ser padre no es un título, es un trabajo diario, un compromiso eterno.
A los que están: gracias. Ustedes son héroes anónimos.
A los que no: aún están a tiempo, pero el reloj no se detiene.