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Pasaportes, poder y papel

U​na crónica del Estado en trámite


Bogotá, julio de 2025. En Colombia, tramitar un pasaporte no debería ser una batalla política. Y sin embargo, lo es. Lo que para millones de ciudadanos es un documento esencial para ejercer su libertad de movilidad, para el Estado colombiano se ha vuelto un trofeo burocrático en disputa. En el centro, una licitación suspendida, decisiones judiciales, y una ciudadanía atrapada en la inestabilidad institucional de un servicio que no puede darse el lujo de detenerse.

El inicio del caos

Todo comenzó con un proceso de contratación truncado. La Cancillería, bajo la dirección del Gobierno de Gustavo Petro, decidió declarar desierta una licitación para adjudicar la elaboración de pasaportes, una decisión que fue vista por la oposición como arbitraria y politizada. En medio de acusaciones cruzadas, el Ministerio de Relaciones Exteriores optó por un proceso directo que finalmente fue suspendido por orden judicial. El argumento: proteger la transparencia y evitar una contratación “a dedo”.

Pero lo que siguió fue algo que pocos ciudadanos esperaban: largas filas, citas aplazadas, retrasos sistemáticos y una sensación generalizada de incertidumbre. En redes sociales y medios de comunicación, las denuncias se multiplicaron: ciudadanos que no pudieron viajar por emergencias médicas, becarios que perdieron oportunidades en el exterior, empresarios que vieron frustradas sus agendas internacionales. Todo por un documento que debería estar garantizado, sin importar el vaivén de los gobiernos.

Entre la legalidad y la gobernabilidad

En el ojo del huracán, el canciller (entonces encargado) Álvaro Leyva, insistía en que la legalidad debía primar sobre los intereses empresariales, incluso si eso implicaba una pausa temporal del servicio. Mientras tanto, la Superintendencia de Industria advertía sobre riesgos de concentración del mercado en manos de una sola empresa. El debate se desplazó a la Corte Constitucional, que estudió si el Estado podía o no firmar un contrato directo en situaciones excepcionales.

Y aunque el fondo jurídico es importante, esta crónica se enfoca en algo más profundo: la urgencia de construir un Estado que garantice servicios esenciales sin interrupción, independientemente de la lucha por el control político o económico de los contratos públicos.

Una pregunta de Estado, no de partido

Lo que revela esta crisis no es solo un error de procedimiento o una disputa contractual. Es la evidencia de una debilidad institucional más grave: el uso político del Estado como botín. El pasaporte —instrumento de libertad individual, símbolo de ciudadanía global— terminó convertido en ficha de un ajedrez de poder.

Si el Estado no es capaz de garantizar un servicio tan básico y rutinario como la expedición de pasaportes, ¿qué podemos esperar de servicios más complejos? ¿Qué mensaje se le envía a la ciudadanía cuando su derecho a viajar depende de una pugna entre tecnicismos legales y decisiones políticas?

La responsabilidad del Estado no se suspende

Colombia tiene derecho a revisar sus contratos, a garantizar licitaciones transparentes y a evitar monopolios. Pero esos objetivos no pueden lograrse a costa del servicio a la ciudadanía. El Estado debe ser capaz de corregir sin detener. Reformar sin colapsar. Gobernar sin improvisar.

Una solución de fondo debería incluir un rediseño de los procesos de contratación pública con enfoque de continuidad institucional. Que quien asuma un cargo no lo haga con el ánimo de romper todo lo anterior, sino de mejorar sin interrupciones. Que la política pública no funcione en ciclos de cuatro años. Que el servicio al ciudadano no se suspenda porque el poder cambia de manos.

Más allá del papel sellado

Hoy, el servicio de pasaportes ha sido parcialmente restablecido tras un nuevo proceso transitorio. Pero el daño ya está hecho. El caso deja una lección clara: cuando el Estado falla en lo esencial, la ciudadanía pierde la confianza, y la democracia se resiente.

Un país que aspira a liderar procesos de integración regional, atraer inversión extranjera y formar parte activa del escenario global no puede permitirse detenerse en algo tan básico como emitir pasaportes. Porque detrás de cada pasaporte no hay solo un documento: hay una vida, un proyecto, una oportunidad.

Y gobernar, en su esencia más profunda, debería significar garantizar eso. Sin excusas. Sin demoras. Sin usar la institucionalidad como escenario de vendettas partidistas. La política puede esperar. El derecho a circular, no.

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